Créditos : José Cristo Rey García Paredes, cmf –
Sacado de: Ciudad Redonda
Más allá de sus particularidades en cada continente, en cada nación o país, en cada orden o congregación, en cada comunidad o persona, la vida consagrada es como una navecilla de vela impulsada por el viento del Espíritu. El Espíritu que genera su pluralidad carismática, es la fuente –así mismo- de su fundamental unidad. El viento marca sus ritmos, su velocidad, su orientación; le permite luchar contra las corrientes que quieren llevarla hacia otros destinos u incluso su misma destrucción. Hoy la vida consagrada, navecilla impulsada por el viento, no cuenta con corrientes favorables en muchos lugares de la tierra, pero sí con el Viento –siempre favorable- del Espíritu. Y, por eso, nos preguntamos: ¿Hacia dónde lleva el Espíritu la Vida Consagrada del siglo XXI., globalmente considerada?
El cambio “relativo”
Sociedad tradicional
Podría parecer que pocas cosas han cambiado en la vida consagrada del siglo XXI. La diversas familias religiosas, extendidas ya por todo el mundo, nos hablan de sus fundadores y fundadoras, nos muestran características comunes y persistentes, no renuncian a símbolos del pasado y se entusiasman recurriendo a ellos: imágenes, símbolos, himnos, hábitos, costumbres etc..
Aunque hablemos del nuevo rostro de la vida consagrada, no debemos olvidar que las órdenes o congregaciones son y tienden a ser “sociedades tradicionales”, aun en medio de la sociedad del movimiento. En ellas la tradición cuenta más que el futuro, las raíces más que las ramas, la inspiración originaria más que los sueños utópicos de futuro. El mito de los orígenes, el carisma inicial y germinante es aquel que se cuida, conserva, venera. El pasado mejor, discernido, acrisolado, es el que alecciona a las nuevas generaciones. La autoridad viene del pasado, no del futuro
Cuando un joven ingresa en una orden o congregación no es que renuncie al futuro, pero sabe bien -o pronto lo sabrá- que su mirada habrá de volverse hacia las raíces del árbol, habrá de aprender de los inicios, de la historia… en suma, de la tradición e iniciarse en un estilo de vida que viene del pasado en sus elementos más característicos. Esto contrasta bastante, sobre todo, en aquellas sociedades en las que no hay auténticos procesos iniciáticos.
La vida consagrada -que recibe hoy nuevas adhesiones en países y continentes en los que hasta ahora había sido muy minoritaria- sigue reproduciendo su rostro tradicional. No estamos asistiendo al nacimiento de un nuevo rostro, una nueva identidad y fisonomía.
En todos los continentes -Europa, América, África, Ásia, Oceanía- las familias carismáticas que forman la vida consagrada tienen las mismas señas de identidad: viste el hábito franciscano, dominicano, cisterciense o benedictino, tanto un español, como un inglés, un brasileño como un canadiense, un japonés como un filipino, un vietnamita como un libanés, un congoleño como un ruandés… Pero, más aún que el hábito, el estilo carismático es el mismo. ¡Y cuánto se cuida y protege esta identidad común a partir de los elementos básicos que la definen! Los institutos religiosos con fuerte identidad carismática cuidan mucho de configurar desde esa identidad los nuevos brotes de vida que surgen en uno y otro continente.
Había recelos en la vida consagrada, como los hay en cualquier sociedad tradicional, respecto a la acogida de vocaciones nativas y provenientes de otras culturas, lenguas, razas. Lo que en principio podría parecer un enriquecimiento numérico del Instituto, suscitaba miedos, recelos, desconfianzas respecto a la capacidad real de que esas personas advenientes fueran capaces de integrarse de verdad en la corriente vital del Instituto, sin desvirtuar con el tiempo su espíritu o deteriorarlo. En tales recelos entraban también los jóvenes “modernos” y, sobre todo, “posmodernos” de los países tradicionalmente cristianos, que traen a la vida consagrada un estilo cultural tan diferente al reinante entre las mayorías de nuestros institutos.
Las nuevas generaciones y el desafío de la interculturalidad
En los años setenta y posteriores- con más fuerza- los institutos se han abierto a la acogida de nuevas vocaciones; más aún, lo han favorecido. En este sentido, la vida consagrada ha iniciado una etapa de catolicidad, antes inédita. “Católico” es etimológica y teológicamente hablando aquello que está abierto al todo, que no se cierra, que tiene capacidad de integrar todo lo que adviene. Esta catolicidad sigue desplegándose y haciéndose más fuerte, en la medida en la que -¿providencialmente?- la vida consagrada se debilita en los países e iglesias en las que hasta ahora estaba más asentada y consolidada.
Aun recordamos aquellos tiempos en que se pensaba que esta forma de vida es la más apta para seres humanos de ciertas culturas y no de otras, de ciertos talantes y no otros. En el fondo se pensaba que los países de vieja cristiandad eran los que detentaban el privilegio de esta forma de vida, que sus culturas eran las más adecuadas para que floreciera y que su implantación en otras latitudes y culturas habría de hacerse con muchos miramientos y cautelas. ¡Cuántas veces no se dijo que la vida religiosa no está hecha para los habitantes de ciertas poblaciones… a no ser en casos muy excepcionales! Tímidos intentos de acogida, acompañados de una desconfianza sostenida, acababan en el fracaso. En lugar de promover las vocaciones en tales países, se hacía de la actividad misionera en tales países el mejor argumento para promocionar vocaciones entre los jóvenes de los países de vieja cristiandad.
Sin embargo, a partir de los años ochenta, quizá movida por la crisis vocacional de los países tradicionalmente católicos, se optó por una expansión misionera-vocacional. Hubo institutos que buscaron caladeros vocacionales. Un criterio de establecimiento de nuevas presencias no era únicamente el servicio a los diversos pueblos y a la evangelización sino también los recursos vocacionales. No intento en manera alguna juzgar negativamente este hecho, aunque en determinadas circustancias el fenómeno fuera censurable. La cuestión es que gracias a esta audacia misionera-convocante algunos institutos consiguieron levantar el vuelo. Asia y África emergieron como continentes en los cuales, a pesar de la escasísima minoría católica, el 2% de católicos frente a un 98% de no-católicos en Asia y un 15% frente a un 85% de no cristianos en África, ofrecía una juventud capaz de insertarse en los institutos religiosos, que aunque envejecidos, algunos casi en estado “terminal”, podían ofrecerles también su experiencia, su espiritualidad contrastada, sus recursos materiales y económicos y formativos. Se inició así una especie de inmigración en la vida consagrada de las antiguas iglesias. Jóvenes de la India, de Filipinas, de Corea y Japón, de Nigeria, del Congo, de Ruanda o Guinea, comenzaron a incorporarse a la vida consagrada. La vida consagrada y sus institutos se mostraron mucho más receptivos que antes al fenómeno vocacional. El proceso formativo era lento, pero constante y creciente. En pocos años la vida consagrada tiene también rostro africano y asiático.
Los miembros de estos continentes están ya integrados, con pleno derecho, dentro de la vida consagrada. No son ya jóvenes inexpertos y en proceso de iniciación, sino religiosos o religiosas maduros, bien formados, con experiencia y que han conectado adecuadamente con la gran tradición que el instituto les ofrecía.
No pocos han sido integrados en los gobiernos generales, tal vez con un cierto apresuramiento, como gesto de buena voluntad, cuando no estaban suficientemente preparados para una tarea así. Una especie de tolerancia exótica ha hecho que los miembros de los institutos acepten esta situación de paso, hasta conseguir una integración más madura y experta en el gobierno de los institutos. Se prevee que en un plazo no muy lejano, la vida consagrada en sus institutos y comunidades sea mayoritariamente orientada y dirigida por quienes pertenecen a países, culturas y tradiciones religiosas ajenas a las que hasta ahora han prevalecido-. El desafío de la interculturalidad está servido.
¿Pasos hacia delante?
A comienzos del siglo XXI la vida consagrada tiene un rostro diferente a aquel que fue más común en el siglo pasado. Resultaría enormemente ingénuo y además presuntuoso, anticipar cómo será la vida consagrada a finales de este primer siglo de este nuevo milenio; estúpido del todo sería hablar de lo que será la vida consagrada del tercer milenio; ¿puede alguien ser capaz de prever con mil años de perspectiva? Quizá, por eso, el lenguaje del “nuevo milenio” –a no ser que tenga un sentido apocalíptico- no nos sirve.
La vida consagrada es hoy la que es: más católica y siempre continuista o tradicional. Que se ha renovado integrando los elementos más positivos del proceso histórico es evidente; lo mismo le sucede a la sociedad, a cada uno de los pueblos. La vida consagrada asume el crecimiento intelectual y teológico, las nuevas tecnologías; todo lo novedoso que el progreso trae, antes o después queda integrado en estas comunidades. Pero los intentos de una total tranformación, renovación o refundación, sirven a la postre, para dar hacia delante un pasito pequeño, sin aportar la revolución que se pretendía. Después de momentos turbulentos las cosas vuelven a su cauce y la vida consagrada sigue siendo la que era, la que es.
Nosotros creemos que es el Espíritu quien la mantiene en la existencia y movimiento. Desde siempre hemos proclamado que es un don del Espíritu a su Iglesia, al mundo. Que el Espíritu es su fundador permamente. Por eso, la existencia de la vida consagrada es misterio, es don del Espíritu y no resultado de un modelo organizativo que perdura, que resulta exitoso a lo largo de los siglos. Ella nace de encuentros misteriosos con Dios en la oración y en la contemplación compasiva de nuestro mundo. Ella se mantiene gracias a un proceso permanente de fe. Parecen dirigidas a nosotros aquellas palabras del profeta Isaías: “Si no creéis en mí, no subsistiréis” (Is 7,9).
Cuestiones de inmediato futuro
Es verdad que hasta ahora se ha logrado mantener la cohesión y unidad carismática. Pero pueden llegar tiempos y están llegando, en los cuales también se reivindique un origen carismático diferente. ¿Habrá fundadores asiáticos, fundadores africanos? ¿Será que la vida consagrada nacida en los países de vieja cristiandad necesitará otras raíces culturales?
Nos hemos visto precisados a adaptar nuestros fundadores y fundadoras a las nuevas circunstancias. Los esfuerzos de los institutos por globalizar la imagen del propio fundador, por hacerlos personajes con proyección global, mundial, han sido grandes. Es un proceso de mitificación legítimo, pero que puede conllevar un peligro: olvidar que los fundadores fueron personajes históricos, culturalmente limitados. Por eso, a veces puede sonar a falso el querer presentar a ciertos fundadores y fundadoras, como paradigmas universales, a no ser que se universalice una visión que estaba demasiado condicionada en sus orígenes por un lugar, una situación, una visión del mundo. De ahí la pregunta: ¿Cuándo decimos hablar de nuestros fundadores, de quién o de qué estamos realmente hablando? ¿Del personaje histórico o de una idea, proyecto o visión que se adjudica pedagógicamente a una persona que algo tuvo que ver pero que la supera por todas partes? Aquella distinción teológica, útil en otros tiempos, entre el Jesús de la historia y el Cristo de la fe, sería aplicable a nuestros fundadores: el fundador de la historia y el fundador mitificado de la fe del instituto. Cuando se produce una corriente des-mitificadora, puede caerse todo por los suelos.
Los procesos de mitificación cohesionan a los miembros de los institutos, hacen fuertes sus instituciones. Cuando una realidad se mitifica, no se admiten objeciones, todo se debe aceptar emocionalmente. En tiempos de gran diversidad cultural en los miembros de un instituto, parece importantísimo recurrir al mito, para así crear la cohexión necesaria entre tanta diversidad. Es perfectamente comprensible que se recurra al mito carismático para tejer la unidad carismática que nos dé razón de ser como instituto, congregación y orden. En esta situación, la figura “histórica” del fundador o fundadora interesa menos, sobre todo, en aquellos aspectos que cerrarían el paso hacia el progreso.
¿Hacia dónde nos está llevando el Espíritu?
No es fácil conocer hacia dónde está llevando el Espíritu el mundo, la iglesia, la vida consagrada.
El dilema: ¿qué espíritus o Espíritu nos mueven?
Para nosotros, los creyentes, el Espíritu es el gran motor de la historia. Estamos en el tiempo de la “missio Spiritus”. El Espíritu ha sido enviado y actúa en toda la tierra. Pero su acción no es una evidencia, sino un misterio. Jesús decía de Él o Ella que “el Viento sopla donde quiere, y oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va; así es todo el que nace del Espíritu»” (Jn 3,8). Así las cosas, hemos de ser muy precavidos y humildes a la hora de responder a esta cuestión: ¿hacia dónde nos está llevando el Espíritu? Con mucha facilidad atribuímos al Espíritu con mayúscula aquello que es atribuible a otros “espíritus” con minúscula. El “discernimiento” de espíritus es, en este caso, imprescindible. Y aun cuando creamos que ya disponemos de una respuesta, aun entonces, hemos de asumirla con humildad, con temor y temblor, conscientes de que el Espíritu de Dios nos supera por todas partes y su acción nos resulta misteriosa.
Esta reflexión justifica que cuestionemos, ya de principio, esas respuestas claras y distintas (sean de signo progresista o de signo conservador) que asignan al Espíritu lo que son visiones particulares de personas o grupos, o tendencias políticas. Hay quienes han afirmado que el modelo de vida consagrada “inserta en medios populares” es el lugar adonde el Espíritu la lleva. Otros han reafirmado que la recuperación de los grandes valores tradicionales como la oración, la obediencia a la Iglesia, la vida en comunidad, son los rasgos que el Espíritu quiere de la vida consagrada. Unos han defendido como tendencia del Espíritu el abandono de las grandes instituciones de apostolado propias (colegios, hospitales), para implicarse en obras llevadas a cabo por el Estado u otras instituciones, colaborando con ellas. Mientras unos creen que el Espíritu nos pide una permanente disponibilidad e itinerancia, otros creen que nos pide encarnación, compromiso con la gente con la que estamos. Mientras unos afirman que el Espíritu nos lleva hacia una cierta independencia de la Iglesia jerárquica y una actitud crítica y “profética” ante ella, otros creen que es a la integración en las grandes líneas pastorales, a la obediencia y comunión eclesial, hacia donde nos lleva.
Nos podría servir como criterio de discernimiento sobre aquello que el Espíritu quiere de nosotros y hacia dónde nos lleva, el siguiente: ¡pertenece al Espíritu de Dios todo aquello que nos induce a: a) ser “memoria Jesu” en nuestra vida y misión: “el Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho” (Jn 14,26); b) profundizar en la comunión de la Alianza: “la comunión del Espíritu esté con vosotros” (Koinonia Pneumatos) (2 Cor 13,13); c) responder a los desafíos con imaginación creadora y transformadora (Spiritus creador): “un viento de Dios aleteaba por encima de las aguas” (Gen 1,2).
Creo que son estas tres las características fundamentales de la misión del Espíritu. Y, por consiguiente, su acción se descubre allí donde estas tres características se pueden verificar. Es lo que quiero exponer en los siguientes apartados, aplicado a la vida consagrada mundial en este momento de comienzo de siglo.